Hablar del Sevilla hoy sobra. Simplemente, porque ayer no jugó. Ni siquiera apareció por una final de la que dependía la temporada y en la que sólo vimos al que más parece dolerle este club: Navas.
Los 35.000 sevillistas que se desplazaron hasta Madrid y los muchos miles que lo vieron desde el resto del planeta no se merecían sentir esa impotencia ni sufrir la vergüenza que les hicieron pasar los suyos.
Su falta de actitud, además de su inferior aptitud, contrasta con la de un futbolista que había ganado 33 títulos antes del de anoche y que, pese a ello, se dejó el alma en el duelo desde el primer minuto, dominó el centro del campo, como ya hiciera hace dos años, marcó un golazo y se despidió del fútbol español por la puerta grande. Iniesta, solo, habría ganado.