Mi fiel instructor entiende que su encargo es predicar Esperanza. La tiene como guía y bandera de su vida. De ahí su afán por intentar que todos tengan su estampa de la Virgen. Antes de la Madrugada, ya las ha repartido. Para las abuelas. El vecino también tiene la suya. Se la entrega al amigo del hijo. Guarda para toda la familia. Así, la Esperanza siempre sale.
Está en casa de mi abuela. En las túnicas de terciopelo verde que se han quedado en el altillo. Todos los años repite una y otra vez que es el último, que no volverá a ‘arreglarlas’. Seguro que ha echado de menos el arduo trabajo. Va a añorar a sus nazarenos, aquellos que, como manda la tradición, inician desde su casa el camino a la calle Pureza. La Esperanza siempre sale.
Está en la recuperación de mi abuelo. Habita en mis primos y mis tíos. Se encuentra en la lejanía de quien la busca por la mañana. En su frío corazón hay hueco para Ella. Está en la que es devota y no lo reconoce. Permanece en las desgastadas manos que hicieron con amor mi hábito. La Esperanza siempre sale.
Está en el nazareno de ruan que ‘desertó’. Se encuentra en la otra abuela. Sin ella no habría fuerzas para buscarla. Habita en cada ‘izquierdo’ del misterio. En cada flor del palio. En cada rezo de los devotos. La Esperanza siempre sale. Está en nosotros.