Se puede
señalar a varios jugadores por errores clamorosos, sí: a
En-Nesyri, quien perdió un balón clave cuando no debía jugarse más; a
Diego Carlos, que metió un balón en el campo en un momento en el que el largo ataque culé debía acabar; a
Fernando, al ver dos tarjetas amarillas evitables, una de ellas determinante; a
Ocampos, que lanzó fatal un penalti que debió ser decisivo... Es cierto, como es cierto que
Sánchez Martínez, sin que se le pueda llegar a tildar de ladrón, porque todas
las acciones eran interpretables, pudo echar a
Mingueza o castigar la mano de
Lenglet. Una mano que nunca, en vida, debería ser penalti, pero que esta temporada se estaban señalando.
Hasta que son en contra del grande, claro. Y es cierto, para quienes son
más de buscar consuelo que explicaciones, que el Barça jugó bien, que tiene a Messi y que su estadio lo normal es perder.
Todo eso es correcto. Está muy bien. Y, de hecho, no suele haber un único motivo para explicar los resultados, pero sí existen porcentajes y, sin lugar a duda alguna, aun metiendo todos esos ingredientes,
la mayor porción de la tarta de la responsabilidad corresponde al técnico. Sí. A un
Julen Lopetegui que no preparó la vuelta con tino, ni en lo táctico ni en los psicológico.
Acomplejó al equipo, lo partió en dos y no supo nunca cómo recomponerlo.
Dicho de otro modo, salió con un once que no valía
ni para correr, ni para defender atrás, ni para presionar alto, ni para tener el balón. Sacó a jugadores de sitio, forzó a otros, erró en los cambios y los hizo tarde... Y no es una cuestión de piernas, como esgrimen muchos, sino de
planteamiento, orden, intención y respuestas, las cuales no acertó ni a dar el vasco en la sala de prensa.
Cero autocrítica. Y eso no va con el Sevilla FC.
No va con el Sevilla FC campeón, al menos. Se reconocen los errores y se intentan subsanar, para no volver a tropezar de nuevo en la misma piedra. Y se va a Dortmund a remontar la eliminatoria de Liga de Campeones, porque estuvo
muy superado en la ida.
Lopetegui se estaba habituando a hacer
tres cambios en el descanso, lo que confirma sus erróneos planteamientos, y en el Camp Nou
quizá debió darle apuro de hacerlo de nuevo, pero ya en el primer tiempo era necesario que reconociera, tocando teclas, que
se había equivocado.
Que
el escalón es grande, que sí, pero que
el Sevilla llegó al epílogo con ventaja pese a estar jugando horriblemente mal. Y
no es cuestión de tragar veneno, sino de comerse el orgullo y reconocer que la final se escapó por deméritos propios, sobre todo. El equipo estaba derrotado antes de bajarse del autobús. Que llegase el 2-0 en el 94' sólo fue una anécdota.