El fútbol es, en no pocas ocasiones, tremendamente caprichoso. Ayer, pese a que nadie lo deseaba y a que existía un pírrico
6% de posibilidades, el bombo emparejó a
Villarreal y
Sevilla. La eliminatoria será especial porque
España se quedará con un solo representante en la
Europa League, por tratarse de dos equipos de un rendimiento casi gemelo que se conocen a la perfección y que se enfrentarán tres veces en muy pocos días; por contar los castellonenses con un 'crack',
Cheryshev, que no pasó de paquete en
Nervión; y, sobre todo, por estar dirigidos por
Marcelino García Toral.
Resulta extraño, de primeras, que en un club se le guarde tanto cariño a un técnico foráneo que estuvo apenas seis meses en el cargo, que cayó con estrépito en la
ronda previa del torneo continental, ante el
Hannover, y que navegó por la
Liga con mucha más pena que gloria. Es raro. O no. En realidad, el entrañable asturiano tuvo aquí bastante más de
víctima que de
culpable. Se encontró, de súbito, con un plantel diseñado para otro entrenador (el escurridizo y 'loco'
Bielsa), no halló una respuesta a su única petición (
Gio, ese punta que arrastra a los centrales, tan determinante en su sistema), sufrió las bajas durante meses de
Kanouté y
Negredo (con lo que tuvo que jugar con
Manu del Moral muchos partidos como único punta, sin ni siquiera serlo y sin ni siquiera asomarse a la suela de los otros dos) y fue engullido por un vestuario maleducado y tragón, al que tampoco
Míchel supo enderezar y que sólo pudo sanearse mediante demolición.
Marcelino no es sólo un notable técnico que sacó al
Villarreal del infierno para instalarlo de nuevo en la elite, donde sigue en pie aún en las tres competiciones; es, para quien ha tenido la suerte de conocerle, un
tipo sin igual e incontaminable en un mundo del fútbol tan caprichoso como turbio y traicionero.